Ya desde hace un tiempo me he
dado cuenta de lo revejido que estoy. Es como si un alma anciana se apoderase de
un jovencito de 27 años. Como un Benjamin Button pero distinto, en el cual el
joven es viejo pero no rejuvenece con el paso del tiempo. Esta vejez llegó para
quedarse. Ya usar la palabra revejido, vocablo heredado de mi abuela, es de
revejido. Reniego del alcohol y las comidas que me producen malestar. De los
chascarrillos de jóvenes adolescentes. Me canso de las salidas de noche y ya no
encuentro la gracia de bailar y no poder hablar con el de al lado. Pero hay
algo que delata aún más mi prematura vejez. Me encantan los domingos soleados
por la mañana. Escuchar que pasa por la calle el huevero, o el verdulero de
barrio o aquel que compra cosas viejas en una camioneta con un altoparlante que
siempre emite la misma voz. Hermoso levantarse esos domingos con un gran aliado
tecnológico que resiste los embates del tiempo: la radio. Levantarse, poner la
radio y la pava en simultáneo. Preparar el mate, comerme unas tostadas y barrer
escuchando los cuentos de Caciari o los relatos de Alejandro Apo. Es como que
me traslado a un universo paralelo en el cual me adentro en las historias con
no menos de 60 años. Cortar la cebolla, el ajo y el pimiento para el tuco de la
infaltable pasta del domingo. Sentirse empático con la adorable anciana de la
cuadra que se despierta 6 am para baldear y barrer la vereda con el último
esbozo de energía de su cuerpo. Ni te digo la empatía con el viejo alunado de
la esquina, que se sienta en la vereda a ver quién pasa pero si indigna con las
motos de escape libre. Esos son los domingos a la mañana, el consuelo de ese
día raro de la semana, más cuando uno se amanece solo.