Cuando
me acosté en la arena para mirar el cielo me di cuenta que algo no estaba bien.
Había perdido completamente la capacidad de relacionar las formas de las nubes
con animales, objetos, caras o incluso seres irreales sacados de diversas mitologías
o simplemente creados por mi imaginación. Como cuando uno mira esos pisos de
empedrados irregulares, mármol o incluso algunos tipos de madera, en los cuales
los contrastes y texturas parecen dar el puntapié inicial para que la
imaginación vuele y encuentre formas donde no las hay. Creo que todos hemos
encontrado perros atrapados en la segunda dimensión cuando miramos con detalle
estos tipos de contrastes. Aunque simil, lo de las nubes es diferente. La
textura esponjosa, algodonosa y blanca nos permite ver objetos tridimensionales
sin ninguna dificultad. ¿Es eso de que he perdido la capacidad o simplemente
las nubes de hoy en día no son como las de antes? ¿Es este otro atropello del
sistema que despoja al hombre incluso de la capacidad de entretenerse
encontrando formas en las simples cosas de la naturaleza? Ninguna de ambas, es
solamente que en ese pequeño instante en que quise congelar la mirada para
encontrar una forma, el viento me jugó una mala pasada y desarmo cualquier
posible tiranosaurio rex de vapor de agua. Ahora es distinto. Encuentro la
figura de un perro con la cola como un bastón y dispuesto a jugar. Pero solo es
eso, nada más. Nada más comparado con la infinitud del cielo. Sentirse la nada
misma cuando uno cae en cuenta de la inmensidad por la que está rodeado. Un
sinfín de kilómetros separándome a mí de quién sabe qué, de quién sabe dónde,
de quién sabe cuándo, de quién sabe cómo. Tal vez de un yo mismo de otros
tiempos, o tal vez de un yo mismo de ahora mismo, como recorriendo un circulo
infinito de kilómetros por medio del espacio a una velocidad infinita para dar
de vuelta con uno mismo. Arduo trabajo para autoencontrarse. Viajar con una
mirada sería como una extrospección introspectiva o algo así. Lanzarse al
universo para chocarse con uno mismo. De frente y sin tapujos luego de recorrer
infinitos kilómetros, allí mismo donde las paralelas se cruzan.